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Sermones del Mensaje de La Hora - Sermonesdelmensaje.blogspot.com

El Hno. Branham en Phoenix, Arizona en 1928. Durante su 1er. viaje a Arizona, a los 19 años.

 Mi padre era jinete. El domaba caballos, y en veces seguía el rodeo y domaba caballos y disparaba en forma de exhibición. Era un buen jinete, y yo pensaba que siendo su hijo, seguramente yo también era jinete.

    Teníamos un caballo viejo con el cual arábamos allá en la granja en Indiana y me acuerdo que esperaba hasta cuando mi papa anduviera revisando el maíz allá lejos de casa. Yo iba y bajaba la silla de montar y tomaba una manada de abrojos. El caballo ya estaba viejo y tieso, y cansado, y yo colocaba esos abrojos debajo de la silla, apretaba el cincho y me montaba.
    Yo tenía como doce años, el mayor de la familia, y todos mis hermanitos se sentaban para observarme. Me gritaban: "Dale Billy, dale." Ese caballo viejo estaba tan cansado que ni siquiera podía levantar los pies del suelo, pero yo me quitaba el sombrero y pensaba: "¡Yo sí soy un jinete!" Es que yo había leído demasiados cuentos del oeste.
    Un cierto día cuando yo ya tenía como diecinueve años, decidí que me necesitaban allá en el oeste para domar los caballos. Así que me fui de mi hogar y me fui al oeste para ser jinete del rodeo. Pensé que si solamente pudiera competir por la silla de Plata y ganar un poco de dinero, pues eso sería lo ideal.
    Cuando llegue a Arizona me compré una chaparreras finas como las que tenían los demás vaqueros. Tenían talladas las letras A-R-I-Z-O-N-A, y la cabeza de una res, y yo pensé: "¡Que hermosura!"
    Pero yo era un muchacho pequeño y cuando me las ponía parecía una de esas gallinitas con plumas en las piernas. Ni siquiera podía caminar con las chaparreras puestas, tenía que conformarme con unos pantalones de mezclilla marca levi.
    Un día estaba sentado en la cerca del corral con los demás vaqueros. Tenía puesto mi sombrero exactamente bien, y estaba esperando mi oportunidad para mostrarles a todos ellos qué bien yo podía montar. Estaban domando unos caballos que eran tan salvajes que uno casi ni podía acercarse a donde estaban para darles la paja. Eran bandidos.
    El primer jinete que salió era un hombre bien formado. El tenía puesto el uniforme apropiado para vaquero, y todas las muchachas le estaban haciendo señas. El era famoso y todos decían: "Este hombre sí puede montar este caballo."
    Trajeron el caballo, un caballo grande y negro, como de diecisiete manos. Lo llamaban el Bandido de Kansas, y yo pensé: "Oye, yo no sé. Este no se parece al caballo que teníamos allá en la granja en Indiana."
    Encerraron el caballo y le pusieron la silla. El jinete se montó y se colocó bien en la silla, y abrieron la puerta.
    ¡Ay, qué cosa! Ese caballo podía colocar las cuatro patas en un lavabo. Hizo unas torceduras y parecía que iba lanzar la silla sobre la luna. ¡Jamás había visto algo semejante en toda mi vida! Pues, la silla cayó acá y el jinete allá. Los vaqueros sujetaron al caballo, y al jinete se lo llevó la ambulancia; y yo estaba seguro de que este no era aquel caballo de arar en que me había montado.
    El patrón vino por allí donde todos los vaqueros estábamos sentados sobre la cerca y dijo: "Daré cincuenta dólares..." (mucho dinero en aquellos días), "cincuenta dólares a cualquier hombre que se mantenga sobre ese caballo por diez segundos."
    Vino directamente a donde yo estaba sentado entre los vaqueros, los cuales rápidamente estaban huyendo, y se detuvo y me miró en la cara y dijo:
"¿Eres un jinete?"
    Y le respondí: "¡No señor!" Rápidamente cambié de opinión. Yo no era jinete.
    Cuando fui ordenado en la Iglesia Misionera Bautista, pensaba que era un predicador. Cargaba mi Biblia correctamente debajo del brazo, Uds. saben, porque tenía mis credenciales. Yo era un 'Defensor de la Fe.'
    Un día estaba en Saint Louis, Missouri, en una carpa en una campaña pentecostal, y me encontré con un predicador, Robert Daugherty. Ese hombre podía predicar hasta que se le doblaban las rodillas y el rostro se le volvía azul. Se doblaba hasta el suelo, recobraba la respiración, volvía a pararse y seguía predicando. Tenía una voz que se oía a dos cuadras.
    Después de esa ocasión, cuando me encontraba entre gente pentecostal, yo no decía mucho respecto al ser un predicador. Era igual como allá con el Bandido de Kansas. Cuando alguien me preguntaba: "¿Es Ud. un predicador?"
    Yo les respondía: "No señor. Dios me ha llamado a orar por Sus hijos enfermos."
    Mis maneras Bautistas tan antiguas no pueden reaccionar así de rápido.

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